Esto no es poesía

No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo.

- Oscar Wilde -

viernes, octubre 21, 2005

Gajes del oficio

Del techo colgaba una miserable lámpara incandescente, su luz amarillenta desnudaba la pobreza del cuartucho que olía a alcohol barato, en este no había más que una cama desarreglada con sábanas sucias y una cabecera todavía húmeda de sudor, al lado una mesita de noche desvencijada casi oculta bajo un monte de ropa sucia y un par de periódicos viejos, más allá un ropero de madera que era alimento de termitas desde hacía demasiado tiempo, dentro del ropero había poca ropa, algunas frazadas y un buen montón de pinturas de uñas, lápices de labios y accesorios de maquillaje, y como un gran tesoro pegada en el espejo del ropero se veía un foto de ella tomada cuando era niña, sonriente.
Había conocido a su último cliente unos minutos antes, cuando le reclamaba por orinar bajo el poste de luz que justo estaba en la puerta de su cuartucho, los ebrios que salían de la cantina al lado siempre hacían eso convirtiendo al lugar en un hediondo baño público, él la miró y adivinando su oficio le preguntó cuánto cobraba, aceptó la tarifa, pagó por adelantado y entraron.
Su ralo bigote de dos días le raspaba el cuello, su jadear con aliento a vómito y cerveza la mareaba, el peso de su cuerpo grande y gordo le impedía moverse y respirar, pero ya estaba acostumbrada, sus treinta y tantos años de mujer que incluían casi veinte en el oficio le enseñaron a soportar esas pequeñas molestias.
Su primera vez fue con el carnicero, en su casa no tenían qué comer aquél día, acababa de cumplir catorce años y su padrastro abusaba de ella desde que tenía once, así que no le molestó mucho la idea, un poco de carne por abrir las piernas, hasta sonaba lógico, sólo que el carnicero no olía a borracho como su padrastro, ni le pegó ni la insultó, más bien le invitó un poco de comida y la dejó bañarse todo el tiempo que quiso con la sola condición de dejarlo mirarla, de ahí en adelante lo visitó más seguido, hasta que quedó embarazada, pero no estaba segura para quién, pues cada vez que llegaba a la casa con un poco de carne después de “trabajar en la carnicería” (sí mamá, le lavo la ropa a don Antonio, y también limpio un poquito su cuarto) él, Marcelo, la estaba esperando para poner entre sus delgadas piernas su asquerosa virilidad ebria y pestilente.
Cuando escapó de su casa tenía quince, una barriga creciente y los castigos físicos de Marcelo empeoraban, además Antonio se enteró del embarazo y no quiso verla más, la última vez que lo vio él le dio algo de dinero, y una dirección, una señora mayor que le haría el “trabajito” por unos pocos pesos.
Luego de un par de días de fiebre después del aborto, doña Meche (así le decían) le dijo que el dinero que le había dado no alcanzaba y que tenía que trabajar para pagarle los cuidados y las medicinas, esa misma noche salió a la calle.
Desde entonces habían pasado por su entrepierna todos los borrachos del pueblo, todos iguales, todos apestosos, ninguno como Antonio. Pero esta noche no fue igual, algo pasó con este último cliente, algo inesperado, de alguna manera las tijeras terminaron incrustadas bajo su omóplato izquierdo y, tendido en el piso frío a un lado de la cama se desangraba bajo la luz amarillenta de la miserable lámpara incandescente mientras ella sentada desnuda en un rincón sentía que al fin podía respirar.

1 Comments:

At 4:24 p. m., mayo 04, 2006, Blogger jorge angel dijo...

Bueno, supongo que todo el pasado se le vino encima, cuestión de preguntarle, aunque el problema es que es un personaje imaginario... jeje
Gracias por venir.

Abrazos

 

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